lunes, 13 de octubre de 2014

VITANDÍN


Con suma modestia, en la medida que el “cuero” me lo permita, quisiera transformarme en un vitandín. Los vitandines, eran filósofos irónicos, promotores del absurdo y la discusión, algo así como el discurso del huaso ladino que desafía a su oponente. 

Existieron diversas escuelas y hablaban del más allá de la muerte, para luego reírse a carcajadas. Entre los vitandines no corre la idea del que cree tener la verdad. “Es un observador observado, se observa a sí mismo hablar, pensar, escuchar, contempla el mundo mediante palabras pero desconfía sistemáticamente de ellas”, escribe Juan Arnau. 

Los vitandines tenían fama de arrogantes y provocadores, por eso el término que no deja de ser despectivo, por su actitud crítica y pendenciera. El debate, en la India antigua, era el arte de probar. En parte, el origen de la filosofía moderna, de los discursos académicos, de los charlatanes, los malhablados y los encantadores de serpientes.Una pasión por el absurdo, donde la lógica era un error útil, necesario para contradecirla, por eso el vitandín fue, “por encima de todo, un experto en lógica, pero, frente a otros pensadores, mantuvo una actitud descreída hacia ella”, escribe Arnau, y uno de sus más prestigiosos representantes fue Nagarjuna. 

La dialéctica de los vitandines es como un producto de la magia, un hechizo ante el poder de convicción. El desacuerdo puesto en escena. Hay un poema de Nicanor Parra que va en esa dirección. Se llama “Saranguaco”, y en sus primeros versos se lee: “Es de noche, no piensa ser de noche. Es de día, no piensa ser de día. Cómo va a ser de noche si es de día. Cómo va a ser de día si es de noche ¿Creen que están hablando con un loco?...” “…dije que hacía frío pero miento hace un calor que derrite las piedras”. El antipoeta sabía del tema, así lo expresa en su antipoesía. 

Volviendo a los vitandines, en la tradición existieron diferentes escuelas, budistas e hinduistas, integradas por ascetas, pensadores y religiosos, los que debían salir al ruedo. El campo de batalla de la palabra. Incluso había manuales de entrenamiento. Los debates y torneos filosóficos eran, principalmente, para estimular el conocimiento, clarificar el entendimiento, incrementar las posibilidades de lo discursivo y apartar las dudas. 

Algunos de los temas que se trataban, según Juan Arnau, eran: - La identidad o diferencia entre el cuerpo y el alma - La vida después de la muerte - El sentido de la existencia - Las reglas de comportamiento social”, entre otras cuestiones En estas discusiones se daban tres tipos de debates: - El amistoso (las razones de ambos se encontraban justificadas) - El hostil (que admitía métodos deshonestos) - Y el que una de las partes sólo quería refutar a la otra, por el puro gusto de responder, sin intensión de confirmar una teoría propia o ajena. Los golpes bajos estaban permitidos. Pero ojo, un dialéctico que perdía un debate debía convertirse en discípulo del que le había ganado. Además, existían jueces que debían ser correctos e “imparciales”. A pesar de eso aparecían regalías sólo determinadas por la astucia del participante. Ahí, es donde estaba la “chala”, que era la réplica en la que se malinterpretaba intencionalmente la afirmación del interlocutor para ganar tiempo. 

Otro elemento importante era la ironía, que se define como la economía “miserable o generosa del entusiasmo”. Entre los vitandines el peligro era la certeza y no la duda, de modo que la ironía se transformó en una fuerza liberadora donde, además, las metáforas se convertían en recursos para combatir la ostentación de lo literal. En fin, esperar para que las palabras abran su silencio. Sin temor al vacío, al vértigo… Debemos producir el primer encuentro de la Naranja Mecánica para practicar el arte de los vitandines.

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